Aquella jornada, Cupido la atravesó con dos flechas pues encontró un marido y una amiga a quienes amar. Curiosamente, desde el primer momento sintió una halo de tragedia envolviendo a estas dos personas, alrededor de cuyo eje orbitarían sus próximos años. Fue éste un presentimiento que caló muy hondo en la joven Silvie y habría de probarse certero, pues ambos encontrarían una muerte violenta y temprana.
En su condición de Guardia Personal del emperador, Karl Sven y su recién estrenada esposa hubieron de mudarse a Tsarkoe Selo con lo que Silvie entraba, de facto, a compartir la vida en la corte. Allí cimentaría su amistad con la familia real y, muy especialmente, con la zarina.
Fueron los años más felices de su vida. Tardes de ballet y noches en el Theatre Français. Fastuosas cenas en el restaurante Cuba o en L’ours, donde la orquesta rumana amenizaba las horas de asueto. Vida mundana en los bazares de caridad que se organizaban en la Assemblee de la Noblesse, donde se subastaban las baratijas sobrantes de los sang azur en beneficio de los pobres. Largas horas de shopping en Druce’s para abastecerse de vestidos, perfumes y jabones ingleses. Todo lo británico era bueno e, incluso, se puso de moda contratar institutrices inglesas en lugar de las habituales alemanas. En la corte, se oía hablar ya tanto inglés como francés. Todo por influencia de su amiga Alejandra Feodorovna. ¿Cómo pudieron, pues, los sembradores de cizaña acusarla de pro-germanismo una vez entraron en guerra?
Aún le enervaban las absurdas calumnias que hubo de soportar su reina tanto en vida como incluso muerta. Aquellos delirantes rumores de orgiásticas bacanales orquestadas por Rasputín, los habladurías sobre Tsarkoe Selo convertido en un nido de espías alemanes. Patrañas y embustes que ahora decoraban los libros de historia. Cuánta inquina hubo de soportar su reina mártir. Y, sin embargo, durante sus años en Palacio ella sólo fue testigo del devenir de una mujer amante de sus hijos y de su esposo. Temerosa de Dios, sobria, tímida, estoica, conservadora, detestaba el esnobismo que aparejaba la modernidad y los excesos de la alta nobleza peterburguesa. Cuánto hubiera deseado Silvie desmitificar públicamente la imagen de su amiga. Tal vez estaba a tiempo de hacerlo.
Podía contar la sencillez de aquella vida en famille, de sus tardes de té al calor del hogar, de las partidas de Halma que jugaba con la emperatriz, de su mal perder en el juego, de su gusto por tocar el piano para ella, del emperador jugando al dominó, de las gran duquesas atareadas alrededor de un puzzle, de los correteos y jugarretas del zarevitch. Recordaría las charlas cómplices de dos buenas amigas en el boudoir de la emperatriz. Las horas de dicha simplemente sentadas en las sillas Heppelwaite del Cabinet Mauve, rodeadas de la fragancia de ramos y ramos de lirios de los valles, traídos especialmente de la Riviera. Y, por fin, como un lobo acechando en la noche llegó la guerra. Y, con ella, la destrucción de todos los pilares sobre los que había edificado su vida.
Estaba moralmente obligada a restituir la dignidad de la mujer que la consoló tras la muerte de su esposo en combate, sirviendo a la flota de Essen. Y, sobre todo, debía contar las agónicas horas vividas en Palacio tras el estallido de la revolución. La impía degradación que corroyó la mente del pueblo ruso. El petulante trato recibido por los monarcas que tanto amor profesaron por sus súbditos. Las lágrimas vertidas el día en que el gran duque Pablo informó a la zarina de la abdicación de su esposo. Las palabras que salieron de sus trémulos labios cuando la hizo partícipe de la infausta noticia. Qué hombre, de considerarse cristiano, no absolvería ante la Historia a una mujer que temblaba por el destino de su marido, que moría de preocupación por la seguridad de sus hijos.
–Abdique! – sollozó ante Silvie –. Le Pauvre… tout seul la bas… et passe… oh, mon Dieu, par quoi il a passe! Et je ne puis pas etre pres de lui pour le consoler.
–Madame, tres chere Madame – la acarició su amiga, que ya sabía lo que significaba perder a su compañero – il faut avoir du courage.
–Mon Dieu – repetía la zarina, una y otra vez –, que c’est penible… Tout seul la bas!
Silvie lloró con ella, dejándose estrechar por los brazos de la corpulenta mujer. Y, al pensar en su querido Karl, se armó de valor para decir: Mais Madame – au nom de Dieu – il vit!!
-Sí – respondió la emperatriz –. Él vive.
Continuará…