La noche anterior a la llegada del destronado Nicolás a su hogar, ella durmió cerca de la Sala Malva. Los criados se habían afanado en decorar los ventanales con los últimos ramos de lilas que aún preservaban un ápice de frescura. Hacía días que se había cortado el suministro de flores frescas y, al amanecer, las flores moribundas parecieron exhalar su último aliento perfumado. La fragancia de la primavera abandonó el boudoir para dar paso al gélido invierno, que traía consigo el corrompido hedor de la chusma.
Tal vez acabara su historia con la última conversación que mantuvo con Alejandra Feodorovna el mismo día que le reclamó un último servicio al Estado. Omitiría, claro está, toda alusión al paquete que su reina le pidió transportar hasta el sur, más allá de su añorada Revovka. Silvie había rogado, compungida por el dolor, que no la pidiera alejarse de la familia real ahora.
No podía concebir un futuro que no caminase por la misma senda que el de su amiga. En última instancia, constataba con rabia que el Palacio y los habitantes que moraban allí constituían todo su mundo. La emperatriz zanjó el asunto con un ademán autoritario, ordenando a Sven que se reportara. Cuando aceptó su nuevo cometido, la reina dulcificó el rostro y la besó en ambas mejillas.
–Silvie, ma petite Silvie. Tu sais bien que I’homme propose et Dieu dispose.
-Pero, mi señora, ¿qué será de vos? ¿Y las niñas? ¿Y el zarevitch? Sois todo cuanto tengo. No podré vivir pensando que os dejo aquí a merced de los revolucionarios.
-Es a través del sufrimiento que somos purificados para entrar en el cielo. Esta despedida, mi querida amiga, significa bien poco ante mi convencimiento de que, muy pronto, nos encontraremos en otro mundo.
Silvie acogió el críptico mensaje de la emperatriz con un confuso temor. Hasta ese momento, no había albergado la menor duda de que el nuevo orden surgido al calor de los acontecimientos de febrero tenía sus días contados y, por consiguiente, de que cualquier separación de la corte sería meramente coyuntural.
Sin embargo, cuando dirigió su última y triste mirada hacia la familia cautiva que había salido de Palacio a despedirla, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Una voz que no pudo alejar de su interior le dijo que jamás volvería a verlos. Así, portadora de un tesoro digno de reyes, emprendió el camino hacia Beletskovka y, de ahí, a Odessa donde una nueva vida le aguardaba. Una vida de exilio y secretismo forzado por la palabra dada a una muerta. En cualquier caso, Silvie Sven jamás aceptaría la derrota mientras siguiera en vigor el juramento de lealtad que la ataba a sus fantasmas.
El cielo sobre Budapest adquirió un tono morado al tiempo que se compactaba como una masa de ganga opalescente. Afortunadamente, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer en el mismo momento en que el coche se detuvo frente a las puertas de acceso a Nyugati. Silvie aguardó sentada, protegida por el toldo del vehículo, a que el conductor llegara acompañado por un mozo que se hiciera cargo del equipaje. Luego, le pagó generosamente y se adentró en la atmósfera guateada de la estación, a tiempo de librarse de la tormenta que se desencadenó en el exterior.
El Orient Express llevaba unos minutos descansando su recalentado engranaje, atracado junto a uno de los andenes. Justo a tiempo. Pasó por los trámites de rigor y, por fin, escaló esforzadamente los tres peldaños del alto estribo, lista para emprender un nuevo viaje.