No ha sido más que una pesadilla. Como otra cualquiera. Quizás algo más inquietante. Un pelín más pavorosa. Nada de pandemias bacteriológicas, muertos que se levantan, guerras atómicas o desaparición de las ligas de fútbol.
Tan solo un gesto, un ademán, un presionar de un botón por parte de una mano morfológicamente parecida a la nuestra pero con alguna que otra variante. Un menor número de falanges – quizás, mayor –, una epidermis de un color inidentificable, un olor corporal sulfuroso, un lenguaje desconocido.
Pienso que puede tratarse de uno de esos Morlocks que retrató H.G. Wells en su Máquina del Tiempo. Que yo puedo estar reemplazando a un victoriano y heroico Robert Taylor en su lucha por asegurar la pervivencia del progreso humano que, paradójica e inevitablemente, nos conduce a un bucle apocalíptico sin fin.
Lamentablemente, no me acompaña en mi cruzada civilizadora una obediente Weena con el dulce rostro de Yvette Mimieux. Estoy solo frente a la extremidad de este ser inteligente que se prepara para liarla.
Pues sabe que los humanos tomamos un buen día la decisión de digitalizar la totalidad de nuestro conocimiento prescindiendo de cualquier soporte físico. El papel se convirtió en un material extraño, válido tan solo para propósitos higiénicos. La piedra en la que antaño se grabaron sueños y aventuras ya solo servía para romper crismas ajenas. Las paredes ya no reflejaban ideas o desahogos, solo tapaban y camuflaban.
Todo aquello que escribieron nuestras manos, fruto de la angustia, la inquietud, la furia, la alegría, el afán de progreso, el ansia de cambio… todo cuanto pudimos una vez leer en el papel y atesorar en los rincones se transformó en bits y en bytes, gotas de una nube ciberespacial de nula fisicidad. Todo al alcance de la vista y, al mismo tiempo, alejado de la mano, a millones de años luz de nuestro entendimiento.
El confort de la digitalización propició el salto evolutivo. Una vez fuimos personas, incluso ciudadanos. Ahora éramos pánfilos y sumisos Eloi, víctimas potenciales de cualquier ser con auténtica iniciativa y ambición.
Así hizo su aparición el Gran Moloch, siempre presto a aprovechar la debilidad del prójimo para su propio beneficio. Su lógica rapaz comprendió la extrema vulnerabilidad que entrañaba depositar el conocimiento humano – su más preciado tesoro – en una difusa irrealidad alimentada de corriente eléctrica. Algo así como un Espíritu Santo conectado a la Tierra por un fino hilo.
Y supo que ese era el hilo que debía cortar si quería conducir a estos Eloi hasta la suprema esclavitud. Lanzó a sus laboriosos Morlocks a la búsqueda del dispositivo que provocase el último y definitivo apagón. Y lo encontraron. Y apretaron el dichoso botón. Black-out total.
La humanidad a oscuras. La Edad Media, un criadero de saber en comparación. Bastaron unas pocas generaciones privadas de Google y Wikipedias para sumir a los pobres Eloi en el Gran Olvido, tan desconectados de la realidad como sus ordenadores, listos para ser canibalizados.
Desperté con el todavía cálido recuerdo de Weena, preguntándome si el conocimiento no tendría fecha de caducidad en la inmensidad del espacio-tiempo. Si no sería un ente tan frágil como un yogurt que al cabo de unos días se corrompe. Vi nuestra historia como un gran lago de leche fermentada que podemos consumir durante un tiempo limitado, un estanque que corre el riesgo de pudrirse sin que nos percatemos de ello, un cenagal que acabará ahogándonos.
¿Y si en nuestra afán de extraer el registro de las ideas del plano físico las acabamos perdiendo? ¿Tan malo sería un nuevo comienzo? Un segundo Concilio de Nicea que reescribiera la historia a conveniencia. Pero, ¿a conveniencia de quién?
Al diablo. Decidí abrir un buen libro y olvidarme de todo.