SERGEI WYRUBOV, LA HISTORIA YA CONTADA (I)

Repasamos hoy la vida del depositario de la Estrella de Samarcanda y eterno servidor de la familia imperial rusa. Un Sergei Wyrubov que tras la toma del poder por los bolcheviques, comenzó a temer seriamente por su vida. Aquella mañana del 26 de noviembre de 1917, había abandonado su lujoso apartamento de la petersburguesa calle Liteini para desandar el tramo de la Perspectiva Nevsky que lo separaba de la catedral de Nuestra Señora de Kazan, donde diariamente buscaba el refugio espiritual y el consuelo divino del que se veía privado en un exterior convulso y amenazador.

La gran avenida imperial presentaba aquel día un aspecto inusitadamente calmado, casi irreal por la falta de toda actividad humana. Una lluvia ligera comenzaba a disipar la persistente niebla de la madrugada y la quietud que se respiraba contrastaba con la relevancia de los acontecimientos de la jornada anterior, de los cuales había tenido conocimiento a través de las llamadas telefónicas que desde el Palacio de Invierno le anunciaron la caída del gobierno. Sergei Antipovitch Wyrubov tenía buenos motivos para sentirse intranquilo. No en vano había sido uno de los más cercanos consejeros del zar y una de las figuras políticas que con más virulencia se había enfrentado al Partido Bolchevique.

FamilleRomanov

Al pasar por la Biblioteca Imperial, su mirada se detuvo por un instante en la estatua de Voltaire y se le dibujó instintivamente una sonrisa sardónica en su rostro. En su época de estudiante en la Sorbona, había devorado con el ansia de saber propia de la juventud la obra del librepensador francés y no ocultaba su orgullo ante el empeño que Catalina II mostró a la hora de edificar aquel templo del saber en su ciudad natal, un edificio que acogía los manuscritos del enciclopedista Diderot o los archivos de la Bastilla. La Rusia del finisecular atraso intelectual parecía avanzar hacia la Ilustración y el imperio del saber que ya reinaba en occidente.

Pero ya se sabe que una elegante fachada no siempre acoge un interior igualmente hermoso. Wyrubov sabía que tras el fatuo ornamento artístico de la ciudad de Pedro subyacía un fondo de analfabetismo e ignorancia que había de ser combatido con reformas graduales pero decididas. Por ello, desde el París donde recibía la educación propia de los privilegiados rusos, aplaudió las tímidas políticas liberalizadoras de Alejandro II y sus esfuerzos legisladores en pro de la abolición de la servidumbre. El propio Wyrubov provenía de una familia noble que años atrás no disimuló sus simpatías decembristas cuando recibió con júbilo el a la postre baldío intento de entronización del hermano de Nicolás I como monarca constitucional.

Sin embargo, sus ideas liberales se ahogaron en el pozo de descontento causado a raíz del asesinato en 1881 de aquel zar reformador a manos de los anarquistas de la Narodnik. El vuelco ideológico que generó el luctuoso suceso en el joven e influenciable Wyrubov lo impulsó a abandonar sus estudios en Francia y regresar a su hogar empujado por un confuso deber patriótico. Lo cierto es que no lograba comprender cómo los esfuerzos de Alejandro por convertir Rusia en una monarquía moderna habían recibido como recompensa el más abyecto de los crímenes, el magnicidio. Sin duda, el pueblo llano no se encontraba preparado para el regalo que quiso ofrecerle el rey caído. Si aquella banda de alocados nihilistas que soñaba con la abolición de la propiedad y del Estado era capaz de acabar con la máxima autoridad del país, bien podría hacer prender la llama de la insurrección entre aquel hatajo de ingratos miserables que componía el grueso de la población rusa.

Con 22 años recién cumplidos, Wyrubov entró como ayuda de cámara al servicio de Konstantin Petrovich Pobedonostsev, procurador del Santo Sínodo y tutor del recién nombrado emperador Alejandro III y su hijo Nicolás. De Pobedonostsev, su joven protegido obtuvo un acelerado adoctrinamiento en el más ajado de los conservadurismos y en los valores últimos de la reacción. Su carácter se amoldó perfectamente al temor del nuevo déspota ante cualquier veleidad reformadora. Abrazó la causa paneslavista convencido de la urgencia de salvaguardar a la Santa Madre Rusia de los turbadores vientos de cambio que llegaban desde occidente hasta un oriente desprotegido y necesitado de la recia tutela de la autocracia. A la muerte de su mentor, y con Nicolás II aupado al trono, su destino quedaría ya ligado a la familia Romanov al ser nombrado oficiosamente tesorero imperial. Un cargo al que se hizo acreedor no tanto por méritos académicos como por falta de verdaderas mentes lúcidas para la gestión administrativa del Estado entre la banda de consejeros chupatintas y oportunistas que revoloteaban alrededor del joven zar.

BOGATIR

La temprana muerte de su esposa, a consecuencia de una neumonía tardíamente diagnosticada, lo animó a instalarse permanentemente en Tsarkoe Selo donde desarrollaría una profunda complicidad con la emperatriz. Los severos rasgos germanos de la zarina le recordaban aquellos que con tanta fruición contemplaba en el busto que atesoraba de su admirada Catalina II. Ambas mujeres compartían tanto país de origen como determinación en la defensa de su patria adoptiva. La continuidad en el trato y las intermitentes charlas que sostenían vieron aumentar la veneración que Wyrubov sentía por la Feodorovna. De venéreos se podrían calificar igualmente los pensamientos que hacia ella dirigía, voluntariamente privado como se encontraba de todo contacto femenino. Se trataba de un controlado deseo platónico hacia la figura que representaba todas las cualidades de la Rusia que él amaba. Desde luego, era inconcebible que los religiosamente obcecados sentidos de la zarina advirtieran los sentimientos que le profesaba su amigo y súbdito. Para ella, él era un confidente de tantos en quien depositar sus limitadas reflexiones acerca de la política, Dios, la vida, la muerte o cualquier otro tema mundano. En él, ella despertaba su devoción ante la divinidad patria, a veces trocada en apetito sexual.

Toda una vida en la Corte había hecho de Sergei Wyrubov un estricto servidor de la monarquía, el funcionario por excelencia, entregado por entero a su labor. Su semblante se había tornado grave, el rostro cubierto por una poblada barba cana, el cabello tan lacio y blanco como el color de su firme político. Gustaba de verse como la viva imagen del legendario héroe Bogatir, la versión eslava de nuestro Lancelot, tal como lo representó Mijail Vrubel en un hiperbólico cuadro. Majestuoso, fornido en la desproporción, desafiante sobre una montura cuyos estribos acarician las copas más altas de los árboles. Wyrubov sentía fluir en sus venas el espíritu del mítico guerrero, fiel valedor de las tradiciones, del honor y de la razón de la espada.

Continuará…

GRAHAM GREENE TROPIEZA CON SAMARCANDA Y VE LAS ESTRELLAS

No deseaba mi camarada Eukene Etxebarria volver a este lacerante presente sin futuro sin antes demandar (comedidamente) la valoración de otro grande de las letras acerca de La Estrella de Samarcanda.

Y qué mejor manera de concluir este esperpéntico tour de force por la vieja Inglaterra que rindiendo visita al bueno de Graham Greene. El autor de «Orient Express» recibió a nuestra viajera espacio-temporal de buen grado pues, lógicamente, mostró una gran curiosidad por el argumento de La Estrella. «Dios mío – exclamó -, ¿otro libro acerca del dichoso Orient Express?»

Sin más dilación, el de Hertfordshire se encomendó devota y católicamente a su Dios y se sumergió en la lectura. Eukene, mientras tanto, aprovechó la ausencia del inglés para vaciar el mueble bar de su apartamento. «Un whisky cojonudo el del tipo éste», mencionaría más tarde.

Concluyeron su cometido al mismo tiempo y, cuando se reencontraron, ambos mostraban – cada uno por distintos motivos – un brillo similar en la mirada. El uno maravillado por lo que acababa de leer, la otra felizmente achispada por el scotch que venía de beber.

Y, muy oportunamente, de brillante calificó Greene a La Estrella. Solo lamentó no poder conocer al autor. También lo lamento, amigo mío, pero yo sigo vivo y tú muerto. Tal vez en otra ocasión. En cualquier caso, muchas gracias por tus palabras, Gee Gee.

Gracias a ti también, Eukene, y buen regreso al hogar. Burla el tiempo y la distancia con cuidado, que un licor de tanta añada tiene por fuerza que ser traicionero.