Pero también había tiempo para la participación activa, al abrigo la luz del sol en fechas señaladas. Como el peregrinaje anual al convento de Tchigrin, a unas 25 millas de Revovka. La tradición mandaba que la parada se hiciera a pie pero siempre les acababa acompañando un carruaje para aligerar la pesadez del camino. El convento albergaba a una virgen que fue secuestrada por los turcos cuando estos devastaron la región. Los lugareños aseguraban que, cierto día, una joven encontró a la virgen flotando en el río. Fue devuelta a lugar sagrado y, desde entonces, toda clase de maravillosos milagros tuvieron lugar en el país. Sortilegios y fábulas que despertaron la imaginación de las buenas gentes de Tchilgrin.
Pobres campesinos ignorantes, de mentes obtusas y cerradas a la educación. Cuán dependientes serían siempre de la tutela y cuidado de sus señores. Cuánto amor mutuo se profesaban los unos a los otros. Un amor espiritual, que no carnal, semejante al que siente el sacerdote hacia Dios. Aquel acepta y preconiza, como servidor, la ley de éste en base a un contrato sellado con amor incondicional. Mientras el fuego de la fe sea alimentado, el siervo servirá y la deidad tendrá justificada su existencia – pensaba Silvie.
Sin embargo, esta simple ecuación que ella creía inalterable demostró su fragilidad en el momento en que unos vieron resquebrajada su fe con la llegada de una nueva religión que les reveló la letra pequeña del contrato. El nuevo credo voló hacia la plebe, como no podía ser de otra manera, con las alas de la revolución. Jamás olvidaría las vacaciones que pasó en la casa de su tio de Livadia en el verano de 1905. Respondiendo a la llamada de la aventura, se lanzó junto con sus primos a explorar las ruinas abandonas del castillo de Orianda, que fuera propiedad del duque Constantino. Se dejaron engullir por los crípticos pasadizos subterráneos en busca del gran misterio. Superado el miedo inicial a la oscuridad, se adentraron más y más en el laberíntico entramado de túneles hasta que apercibieron una luz tenue desde la que partían voces de ultratumba. Convencidos de que se encontraban en la antesala del infierno, retrocedieron despavoridos.
Silvie decidió confesar la diablura a su tío quien, intrigado por el relato de los críos, puso sobre aviso a las autoridades. Cuál fue la sorpresa de los agentes al descubrir en las entrañas del castillo la imprenta que empleaban los revolucionarios para generar su diabólica propaganda. A pesar de la amonestación que recibió, Silvie se vio también recompensada por un guiño aprobatorio por parte del capitán de policía de Odessa. Ella sola había abortado la conspiración revolucionaria. Aunque jamás hubiera podido imaginar que aquella anécdota de juventud habría de repetirse, a una escala bien diferente, en un futuro no tan lejano. Crimea había contemplado el nacimiento de una vocación.
Pero antes había de hacerse mujer y confrontar su destino. Para ello, partió hacia la corte de Petrogrado. Allí debía contraer matrimonio con el capitán Sven, un veterano oficial de ascendencia sueca que había ganado cierta notoriedad en la guerra de los Boxers destripando asiáticos en beneficio de la presencia europea en China. A su regreso a la capital, el emperador lo nombró oficial de Standard, su yate privado. El joven y apuesto militar la recibió en la estación de Peterjov. El iba engalanado como un húsar de permiso, ella resplandecía en su vestido blanco de Bressac’s. Fueron en carruaje hasta el Jardín de Invierno del Palacio Alejandro, donde el príncipe Golitzin les hizo de anfitrión y condujo, finalmente, ante la emperatriz.
Continuará…