Dentro de su revisitación de los principales actores de La Estrella de Samarcanda, El Despertar se complace en presentar la historia oculta de Silvie Sven, mano derecha de Sergei Wyrubov y, al igual que él, personaje basado en una figura histórica. En este caso, se trata de Lili Dehn, consorte de la última zarina y que, tras el triunfo de la revolución de 1917, dedicó buena parte de su vida a vindicar el (¿buen?) nombre de su emperatriz.
Confieso que, más allá de diferencias ideológicas, siento un cariño especial por esta menuda mujer de inmenso carácter a la que los avatares de la Historia (con mayúscula) empujaron a una vida de aventura y riesgo. He aquí su historia (con minúscula) rememorada por ella misma durante las horas previas a su fatídico embarque en el Orient Express:
Abrió los ojos poco antes de que amaneciera, tal y como acostumbraba. Por algo llevaba casi veinte años paseándose por la vida como un espectro sonámbulo. No encontraba ya refugio en el sueño, tierra propicia para el despertar de recuerdos dolorosos. Para ella la noche constituía un trámite incómodo pero inevitable, una Via Dolorosa interior que sólo concluía con las primeras luces del alba. Era entonces, en el solaz diurno, cuando podía relegar la contemplación y la soledad de la noche por el método y rigor de las tareas mundanas.
Apartó la manta y las sábanas adamascadas que la cubrían y se levantó de la cama en dos tiempos. Alargó el brazo dolorosamente para encender las luces de la araña de cristal de Bohemia. Se encontraba cansada, muy cansada. Bajo la luz mortecina, contempló la parte de sus pantorrillas que no cubría su mauve peignoir y se compadeció de sí misma. La piel arrugada que recubría su renqueante osamenta parecía una funda gastada a punto de desprenderse. Se echó las manos al lumbar, estirando la columna como si quisiera romperla. El cuerpo exhausto reaccionó con un aullido lacerante pero insonoro. Recordó que una vez fue bella y, el hecho de que aún no hubiera cumplido los cincuenta, no contribuía precisamente a aceptar de buen grado que ya no lo era.
Se calzó los pies y caminó pesadamente hasta la cómoda en busca de sus cigarrillos. Encendió uno, dando una larga bocanada del tabaco turco. Exhaló el humo y tosió arrítmicamente. Más calmada, apartó las pesadas cortinas de rojo organdí y abrió las puertas que daban acceso a la balconada. Recibió con un escalofrío de satisfacción el chorro de aire frío que le brindó el otoño húngaro. Aun así, no se arriesgó a salir al exterior sin antes cubrirse con su salto de cama de moaré. Cruzó el empedrado hasta la balaustrada sobre la que se arrellanó para contemplar el despertar de la ciudad.
Aparentemente, la Budapest que tenía frente a sí no difería mucho de la que conoció años antes, cuando presumía de ser la segunda capital de un imperio bicéfalo. Cierto que, tras la guerra, los bolcheviques de Béla Kun (casualmente, había llegado a sus oídos que el miserable rojo había sido ejecutado por el mismísimo Stalin; un acto de justicia divina, no cabía duda) intentaron reproducir en Hungría la apestosa revolución que con tanto éxito ensayaran en su amada Rusia. Pero, afortunadamente, los soviets magiares fueron borrados del mapa. Los fracasos del comunismo en sus intentonas de extenderse como una voraz mancha de aceite a lo largo del continente encorajinaban el corazón de Silvie Sven. Sabía que Rusia era diferente, una nación de extremos nunca integrada del todo en Europa. Pero mantenía la esperanza de que el cáncer rojo, constreñido en el interior de las fronteras de su añorada patria, acabara extinguiéndose por falta de apoyos.
Era igualmente cierto que la derrota del comunismo en centro Europa no había conllevado la vuelta al antiguo orden. No, la guerra se había encargado de cambiar la faz del continente, de desterrar – ¿para siempre? – las ancestrales monarquías que dirigieran, bajo la tutela de Dios, las vidas de millones de personas. Aquí, Horthy había frenado la marea revolucionaria. Sí, pero a qué precio. Como alguien había dicho o diría más adelante, al precio de instaurar un reino sin rey, gobernado por un regente que no era sino un almirante en un país sin salida al mar.
Sven liberó su mente de elucubraciones y dudas. Tenía una misión que llevar a cabo, una tarea que le encomendara la que fue su amiga y reina. Una mujer a la que había prestado juramento de obediencia eterna, por encima de la vida y de la muerte. Muerte que se la había llevado de la forma más cruel junto a toda su familia en una infame ciudad siberiana. Así lo habían recogido todas las crónicas. Así se anunció la sangrienta ejecución de Alejandra Feodorovna, su esposo Nicolás y todos sus hijos. Se debía en cuerpo y alma a su memoria. Nada ni nadie impediría que cumpliera con obediencia ciega su último encargo.
Retornó a la habitación, ya inundada por la tenue luz de una mañana brumosa, y se dispuso a organizarse para la marcha. Se preparó ella misma un reconfortante baño caliente, que prolongó hasta que el servicio entró en activo. Eligió vestirse con un discreto traje sastre que se enjaretó con un cinturón a fin de ceñirlo a su anatomía enclenque. Invirtió varios minutos en domar su larga cabellera cana que acabó recogiendo en un moño. Más difícil fue camuflar sus arrugas e imperfecciones faciales tras una capa de maquillaje del que procuraba no abusar.
Para finalizar, se perfumó concienzudamente con White Rose de Atkinson, otro de los usos que tomara prestados de su zarina. Aún recordaba sus palabras al calificar el precioso contenido de la botellita de cristal: “limpio como perfume, infinitamente dulce como eau-de-toillette”. Limpio, dulce, epítetos que ya apenas usaba.
Por fin, relativamente satisfecha con el resultado obtenido, demandó de la cocina un desayuno a la anglaise, a los que también se había acostumbrado en Tsarkoe Selo, una corte anglicanizada en sus hábitos por la emperatriz nieta de la reina Victoria. Pasó el resto de la mañana despachando correspondencia, rellenando toda clase de informes comerciales y firmando facturas. Al fin y al cabo, llevaba una semana hospedada en la lujosa mansión neoclásica que, desde lo alto de la colina del Castillo de Buda, servía de delegación centroeuropea de la firma Yildiz. Todo un emporio comercial dedicado a la exportación de tabaco turco, y puesto en pie – de la noche a la mañana – por un impenetrable grupo de exiliados rusos en Estambul.
Poco se conocía acerca de los propietarios de tan lucrativo negocio. Tan sólo que, a diferencia de la mayor parte de la comunidad ruso-blanca que languidecía en la ciudad sin rumbo ni futuro, estos hacían alarde de una discreción justificada por la rápida acumulación de riqueza y la consiguiente necesidad de mantener este éxito oculto a los ojos de la opinión pública. Mucho menos se sabía de los entresijos de la empresa, camuflados por una opacidad rayana en la paranoia. Las malas lenguas rezaban que la Yildiz no era sino una fachada para el tráfico de opio a gran escala desde el lejano Oriente hasta los puertos del Mediterráneo.