CIUDAD

“Te mostraré algo diferente. A tu sombra, en la mañana, en pos de ti, o a tu sombra, en la tarde, levantándose para encontrarte; te mostraré el miedo en un puñado de polvo”.
T.S. Eliot el Intocable

“Feliz aquel que de su sueño, se sabe y se siente dueño”.
Morfino el Breve

UCRONÍRICAS-FOTO

Emprendo el vuelo con el lucero del alba. Dando unos impulsos, supero la densa bruma que cubre la ciudad hasta llegar a una altura razonable desde la que contemplar el fulgor de Venus cachondo y juguetón. Su destello estremece y, un tanto cohibido, desvío la mirada hacia tierra. Las estrellas que poco a poco se van apagando parecen renacer sobre el suelo. Son las luces de una ciudad que despierta.

Me da por entretenerme con el fútil ejercicio de contarlas mientras aguardo a que despunte el día. Pierdo el interés cuando llego al millón, justo a tiempo para oír el canto de las sirenas. A un primer ulular le sigue un segundo. Luego, un tercero. Después, otro. Al cabo, se diría que ha estallado la Guerra de los Mundos. Pero no, no hay ninguna guerra. Se trata tan sólo de las llamadas al trabajo.

A medida que la niebla se disipa, logro distinguir las largas hileras de mujeres y hombres enfundados en sus monos azules respondiendo a la convocatoria. Bajan desde los barrios altos en procesión hacia el río, a lo largo de cuya margen izquierda se extiende el interminable complejo de fábricas.

Los obreros caminan con brío, charlando animosamente sobre esto y aquello. Y a pesar de lo temprano de la hora, surgen los escarceos amorosos, las chanzas y puñetas entre los compañeros. Las chimeneas ya humean alegremente, como viejas cafeteras de vapor. Pero no se palpa ni rastro de contaminación, no se percibe olor a azufre, carbón o deshechos. Los trenes y autobuses serpentean ya por vías y caminos. A veces, cruzan un puente. Otras, se esconden bajo tierra para luego reaparecer con renovado impulso.

Sin que nadie se percate, como siempre, la mañana completa el tránsito de la penumbra a la claridad. La actividad es ya frenética y lo que en principio era un murmullo llega hasta mis oídos como una alegre algarabía. El cielo es ahora de un precioso azul intenso y la temperatura agradable para estar en pleno mes de Pluvioso.

Ahora ya puedo distinguir a mi ciudad en todo su esplendor. A su ría como eje vertebrador de un verde esmeralda, limpia y llena de vida. La atraviesan barcos y gabarras en un tráfico infinito, deslizándose por debajo de los numerosos puentes que unen ambas orillas. En ellas, los pabellones de las acerías compiten en número con las grúas de los astilleros. Hacia la desembocadura, crecen edificios acristalados, hospitales, escuelas, parques, largos paseos y muelles de piedra y hierro desde los que admirar la estructura del transbordador. Más allá se extiende el puerto y la ilusión de lo desconocido sobre las olas del mar.

Se fabrica, se construye, se trabaja. Huele al sano sudor del niño y del currela, a las cocinas humeantes, al café endulzado con licor, a pan recién hecho, a la felicidad de una existencia plena de sentido. Los habitantes invaden las calles, juegan, debaten, descansan o luchan por hacerse entender entre el trinar de los pájaros.

Huele a esperanza y dignidad, pues los ciudadanos se saben dueños de su propio destino. Han construido una ciudad en la que no hay sitio para financistas usureros ni políticos corruptos. No hay lugar para la especulación. El capital, vigilado y controlado, sólo cabe en estricta unión con el término productivo.

El gran Moloch está vedado en esta ciudad ucronírica.

Pero caigo. Y con la caída llega el impacto del despertar. Arrojado sobre el asfalto baldío, puedo ahora ver a la ciudad irreal bajo la parda niebla de un amanecer de invierno. A lo largo del río muerto se extiende el páramo yermo salpicado de despojos. Vestigios de lo público solapados por las ruinas de lo privado.

Donde antes hubo trabajo ahora sólo queda el rumor administrativo. El viento frío se lleva toneladas de papel inútil con él. Desde sus oficinas, los seres verdes multiplican su dinero aporreando las teclas de su órgano de miseria.

Las gentes se agazapan en sus hogares, atemorizados ante la amenaza de la expulsión. Desahuciados, se comunican sin verse en un idioma de contradicciones que no precisa ya del habla. Evitan la calle, contaminada de asepsia, para conducirse bajo tierra. Se trasladan hasta lo más hondo del desierto para avituallarse en el interior de las criptas comerciales donde hasta sus ilusiones están a la venta.

Ya no hay olores ni sabores. No hay sonidos ni escarceos.

Veo todo a través de una pantalla y quisiera estar dormido.

PARADO EN DAGOBAH

“Ya verás, aullaré por las calles. Quiero volverme completamente loco de rabia. Nunca me enseñes alhajas, me arrastraría y me retorcería sobre la alfombra. Quisiera mi riqueza manchada de sangre por todas partes. No trabajaré nunca…”
Arturo Rambó en plena temporada infernal

“No disfrutamos en el paro, ni disfrutamos trabajando”
Salve, Evaristo!

SONAMBULARES-FOTOAsí es. Hace ya algo más de un año que recibí mi carné como miembro del Club de Desempleados del Estado del Coma. Una exclusiva asociación compuesta por unos seis millones de socios. Todo un ejército convencional de marginados, sin oficialidad a la que saludar marcialmente, equiparados en rango por un mismo infortunio.

Mi último empleo se prolongó durante un lustro. Respeté el contrato y me atuve a las consecuencias, aun sin demasiado entusiasmo, a sabiendas de que mi tiempo y mis modestos esfuerzos se pagaban barato pero religiosamente a final de mes, lo suficiente como mantener una ficción de dignidad en un entorno de permanente compraventa.

Las raíces parecían sólidas, adentrándose en una tierra fértil, abonadas por una cosecha de bonanza. Pero el árbol era más frágil de lo que parecía. El primer azote del vendaval lo desarraigó, lanzándolo hasta el país de Hoz presupuestario, que acabó de segarlo con sus certeros recortes. Fue un despido sin despedidas, de una asepsia casi quirúrgica. Gracias por participar, adiós muy buenas.

Y en un principio fue el shock, al modo en que lo teoriza Martina Klein, al más puro estilo de la Escuela de Chicago. El estupor ante una novedad indeseada: la inacción, el paro. De la inactividad nació el miedo, ni cerval ni visceral, más bien un pánico tranquilo y pausado.

En seguida lo entendí. Había caminado a través de la selva más frondosa por un sendero tan opacado que apenas dejaba ver el siguiente paso, mucho menos distinguir lo que había a mi alrededor. La única alternativa viable era la de seguir andando, huyendo de la proximidad de la noche.

Hasta que la invisibilidad, traicionera como es para el que ha perdido los sentidos, me ha hecho caer en un pozo de arenas movedizas. Inmovilizado, noto que me van tragando lenta pero inexorablemente. Comprendo instintivamente que si no me muevo, aun tendré tiempo para acostumbrarme a la viscosidad de su tacto, a su hedor pestilente, a su sabor putrefacto.

Sé que mi única esperanza de librarme de una eventual muerte segura pasa porque alguien dé conmigo sin correr mi misma suerte, que me vea y se digne ayudarme. Podría también, aun cegado por la oscuridad, luchar por encontrar una rama a la que aferrarme y retrasar mi hundimiento. O soñar con que esa rama cobre vida propia y me extraiga del fango.

De algún modo despierto en pleno planeta Dagobah. Las selvas son sus selvas, el barro es su barro y las ramas son sus ramas. Echo un rápido vistazo y compruebo que una fuerza desconocida me ha liberado del lodo hambriento. Aun así, puedo sentir la humedad adherida a mi piel, de la que apenas me protege la película de gélida mugre que me reviste. Escucho, ahora sí, cacofonías en Dolby Surround que demuestran un origen animal: un ulular sordo, un crujido repentino, un reptar sibilante, jadeos…

Al cabo de un instante, observo a un hombrecillo acercarse, empleando un anadeo artificial mientras se ayuda con un cayado. Al llegar a mi altura, me encojo al tiempo que él lanza una risita estridente. Se presenta como el maestro Yoda. Al verlo en toda su decrepitud me digo que, por fuerza, ha de pertenecer a la escuela pública.

Cuando voy a darle mi opinión acerca del desamparo del otrora noble arte del magisterio, me interrumpe con un brusco ademán. Acerca su verde mano de tres dedos y me cubre la boca con ella. Dice con voz atiplada:

“El miedo conduce al odio. Y el odio una estación de tránsito es hacia el lado oscuro. Que el miedo te paralice no permitas, pues gran peligro correrás de deslizarte hacia el reverso tenebroso”.

Antes siquiera de asimilar la compleja sintaxis con que construye sus certeras frases, el canijo verde de las orejas puntiagudas suelta una nueva sentencia:

“Reaccionar debes, sí, reaccionar debes”.

Supongo que ahora aguarda una respuesta, así que digo lo primero que se me ocurre:

“Está bien. Lo intentaré”.

“No – exclama él –. Hazlo o no lo hagas. Pero no lo intentes”.

El bicho desaparece. Yo me quedo solo, preguntándome si Lucas el Evangelista Espacial no se habrá dejado en la sala de montaje la continuación de este diálogo. Una frase añadida en el corte del director que diga algo así como que la palabra intentar lleva aparejada la duda, la posibilidad de fracaso. Hacer, sin embargo, no deja lugar a la duda. Pero si fracasas, siempre puedes volverlo a intentar. La filosofía jedi se torna críptica en su aparente simplicidad.

No importa, maestro. Seguiré tus aleccionadoras enseñanzas.

Me sacudiré el miedo y encontraré trabajo aun cuando deba ir a buscarlo a una galaxia muy, muy lejana.

Me alejaré del miedo, sí. Y me uniré a la Alianza Rebelde en su lucha sin descanso contra el emperador Moloch.

Lo haré y lo lograré… aunque para ello me vea obligado a caer en el lado oscuro.